30/5/07

UN CUENTO CRUEL

El pequeño Jeremías acaba de cumplir 7 añitos, y éste, como todos los otros, tampoco lo festejó. Es un niño muy pobre, desayuna frío y pereza, almuerza sueños y dolor y a veces cena miedo con lágrimas hasta quedarse dormido. ¿Dónde?, donde lo encuentre la noche, donde lo abrigue el cansancio debajo de algún cartón.

Por las mañanas lava los vidrios de autos y camionetas. Los mayores le dan este horario porque es cuando hace más frío. Encima saca poco y nada, “¿andan todos apurados hoy?”, piensa cuando pasa horas sin agarrar un mísero centavo.

A eso de las dos de la tarde, después que todos almorzaron menos él, se pega una vueltita por bares y pizzerías en busca de ese bocado que engañe al estómago. A veces lo consigue y otras veces no. Por las tardes se para en la terminal a abrir las puertas de los taxis, “algún día voy a cargar los bolsos en el cole, ya van a ver cuando crezca” se ilusiona el pequeño Jeremías.

A la nochecita se queda en la iglesia un rato; no sabe rezar pero está calentito. Al salir de allí repite el camino de los barcitos y se va a buscar un lugar para acostarse e imaginar las estrellas que culpa de las luces de la ciudad nunca pudo conocer.

Así de monótonos y tristes pasan los días del pobre niño. Pero hubo uno distinto a todos los demás. Fue el día que supo que estaba el circo. Se enteró por unos carteles que formaban una fila interminable en un paredón.

Hasta quien no sabe leer podía darse cuenta que era la promoción de un circo. Payasos, enanos, monos, acróbatas y un montón de delicias más desfilaban dibujadas en sus narices. Estaba fascinado de la emoción y como fuera tenía que cumplir aunque sea ese único deseo.

“¿Estará hace mucho?” se preguntaba. Averiguó con uno que pasaba cuándo había función y éste le contestó “mañana a la noche” con una sonrisa un tanto burlona que no entendió.

Tenía casi todo un día para juntar la plata necesaria para la entrada. Se propuso dormir temprano esa noche para poder madrugar y tener más tiempo. Lo poco que se mantuvieron cerrados sus ojitos los ocupó soñando. Se vio ayudante del mago, también lo llamaban para arrojarle cuchillos, lo mojó con una flor un payaso y hasta domó los leones bajo el asombro y aplauso de la multitud. Esa noche fue feliz.

Se levantó temprano y sobresaltado, como quien va a llegar tarde a algún lado, pero se tranquilizó cuando notó que todavía algunas luces seguían prendidas en la calle. Salió a ganarse las monedas sin pensar en las quejas que su estómago le profería. Le preguntaba a todo el mundo si no tenía algo para hacer. Pasaron casi dos horas hasta que un quiosquero lo puso a armar los diarios con sus suplementos. Al principio se entretuvo bastante mirando a Mafalda y las fotos de los partidos pero al cabo de un rato por fin terminó. Agarró el peso que le ofrecieron y partió.

Otra vez abrió puertas, hasta quiso llevar bolsos ante la sonrisa socarrona del taxista que lo miraba ponerse colorado ante el esfuerzo. Barrió veredas, ayudó a vender flores en una esquina, se subió al colectivo de la línea 17 al grito de ¡maní con chocolate un pesooo!¡cuatro cajitas por un pesooo!

Sacaba poco pero todo sumaba, estaba exhausto pero valía la pena. Se acercaba la hora del circo y con esto aumentaba la ansiedad, la alegría del pequeño.

Hallaba ganas donde no tenía buscando la changuita salvadora. Le faltaba poco dinero para cumplir el sueño y otra vez, como buen niño que era, fantaseaba subiéndose al elefante, recibiendo un beso de la bailarina o saltando en la red con los monos. ¡Qué bueno que va a estar! se decía en voz alta. Antes que terminara de caer la tarde limpió las mesas de una confitería y metió las sillas que estaban afuera. Y por último ayudó al encargado de un edificio a sacar la basura de veintisiete departamentos.

Jeremías no daba más pero era tal la algarabía de haber juntado toda esa plata que aunque quisiera no se hubiera podido tirar un ratito a descansar.

El niño además se sentía orgulloso de no haberle pedido ni una moneda a nadie; se la había ganado y ahora venía la recompensa¡Por fin iba a conocer el circo!

Con más de una hora de anticipación (no vaya a ser cosa que se acabaran las entradas) emprendió el más glorioso y feliz de los caminos. Planificaba mientras tanto que apenas tuviera su ticket de acceso gastaría en un gigante copo de algodón; y una vez adentro se tomaría una gaseosa acompañando al paquetito de garrpiñadas.

Era su noche y pensaba disfrutarla.

Hasta se compró un chupetín para el camino y después del kiosco no se detuvo más. Faltaban pocas cuadras y empezó a acelerar el paso. Estaba impaciente por llegar.

“Ojalá esté adelante”, “¿me dejarán tocar los tigres?”, “¿Cuánto durará?”, “el elefante debe ser re grande” iba pensando. “Acá a la vuelta tiene que ser” se dijo y en la esquina dobló.

¡Qué grandes se abrieron los ojitos del pequeño Jeremías al ver en el piso la sombra de la gran carpa! Sombra o mancha qué más da, sólo quedaba dibujado en el pasto seco del descampado el recuerdo imborrable de un circo que se había ido y que la noche anterior le regaló el mejor de sus días y a la siguiente se lo quitó.

El niño quedó llorando en el cordón bajo la luz de una farola que claramente dejaba ver cómo rodaban brillantes, precisas, coordinadas, cual equilibristas circenses, una a una las lágrimas sobre el palito de un chupetín de limón.

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