31/5/07

LAS LÁGRIMAS DE LA HECHICERA

Ay de mí, ¿cómo explicar mis chocantes sentimientos sin recordar los hechos que en este estado me han dejado, y lo que es peor de todo, me han de dejar aún en peores condiciones? Los dioses del destino me la han hecho buena y ya no puedo escapar a sus injustos caprichos. Ya nada queda por hacer, la firmeza de mi palabra y mi naturaleza sólo conocen un camino, y ese camino será el que ahora debo tomar. Pero no quiero apresurarme y seguiré los tiempos que me han traído hasta aquí.
Tuve la mala fortuna que mi corazón se dejara atrapar por la belleza de Lourdes la hechicera. Hechicera si, así como se los digo, poseía incontables trucos mágicos y por ellos es grandiosa su fama, aunque la tiene más por su mortal hermosura. ¿Por qué mortal? porque no hay hombre que no sucumba ante sus (¿mágicos o reales?) encantos de mujer y sea capaz de hacer lo que ella les pida. Porque para ganarse el amor de la hechicera hay que atreverse a cumplir una de sus inhumanas pruebas o prendas, llámenlo como les guste, las consecuencias serán las mismas de todas formas.
Y no crean que sea tan fácil ganarse un corazón tan de piedra como el de la hechicera de quien les hablo. Sólo un hombre conozco que haya salido victorioso de uno de sus tan temidos pero codiciados pedidos. Ese hombre soy yo. O lo seré dentro de unos momentos por lo menos, cuando culmine de contar mi historia.
Pacientemente esperé mi turno e invocaba a los cielos la fuerza y entereza necesarias para cumplir cualquier objetivo que me impusieran. Había jurado que nada me detendría en mis propósitos y Lourdes sería mía a cualquier precio. Tal era el amor que por ella sentía y sigo sintiendo ahora a minutos de que ella presencie mi victoria. Por fin podré descansar con la certeza de saber que su costoso pero anhelado amor tendrá a quien les habla como único y eterno dueño.
Antes de saber qué prueba me tocaría en suerte, intenté de muchas otras maneras acercarme siquiera a los más recónditos secretos que su impenetrable alma guardaba. Inútil sería extenderme en contar tantos métodos diferentes y a la vez ineficaces que no me llevaron a buen puerto jamás. ¿A quién le interesan intentos que no dan resultado? Ni al más novato de los amantes con toda seguridad. Por lo tanto sólo me referiré a aquello que sí dejará algo de qué hablar, sólo comparto con ustedes lo que irremediablemente me llevará a lo que siempre soñé.
¿Cómo explicar sentimientos tan desencontrados, tan contradictorios? Hay premios que colman las expectativas pero sin pensar a costa de qué se lograron, de lo contrario se torna amargo su sabor. Como quien errante por el desierto, con la sed llevándolo al borde de la locura se encuentra con un oasis y al beber ansiosamente se da cuenta espantado que sólo hay agua salada. Así de terrible es a veces, así de espantoso se siente.
Sin lugar a dudas el hecho de haber caído en redes tan prolijamente tejidas tendría que haberme aunque sea dado un indicio de los posibles frutos de mi locura de amor. Pero yo estaba confiado en poder superar el laberinto propuesto por la fortuna. Al fin y al cabo soy un hombre enamorado, no me pidan cordura en mis actos así como yo no les pido que entiendan el proceso que mi espíritu lleva por dentro.
Porque debo confesar que si pudiera retroceder el tiempo y empezara a desandar de nuevo los caminos posibles, elegiría sin dudarlo el mismo. Pero no me impidan quejarme del lado de la moneda que me ha tocado en suerte, aunque por las circunstancias que se plantearán tal vez haya caído de canto. El yin y el yang de mi vida, tan simple es la respuesta que me asusta la pregunta, cruel, brutal pero a la vez hermoso destino que me das una única opción.
¿Habrá una forma de torcer lo que ya está escrito?
Cuánto tiempo pasó hasta que me llegó el turno de ir en busca de mi obligada mas no ansiada prenda no lo recuerdo. Las horas, los días con cada uno de sus minutos los ocupaba pensando en mi amada Lourdes, por ella debería hacer vaya uno a saber qué cosa. Por ella soñaba despierto y me animaba interiormente para darme el valor y la astucia suficiente para salir abrazado a la victoria.
Hasta que por fin llegó el gran día y sobresaltado dejé mi ensimismamiento y letargo para acudir en busca de lo que sería mi objetivo a cumplir para de una vez por todas conquistar a mi amada hechicera. Lleno de buena voluntad, impaciencia y coraje, pero aun más enceguecido de amor, llegué a su lado para escuchar su caprichoso pedido.
Con su sempiterna sonrisa adornando su cada día más perfecto rostro ahí estaba esperando mi presencia. Sin demasiados preámbulos me incliné ante tanta belleza junta y bajé mi cabeza sumiso, como aceptando las condiciones del trato que me propondría.
Estaba preparado para cualquier cosa que me pidiera, así de mucho amaba a Lourdes. Todas mis debilidades mentales y físicas tomaron una fuerza indescriptible y se transformaron dentro mío para aceptar el reto.
¿Mi misión? nada fácil por cierto pero bien valía la pena la retribución a mis esfuerzos. Simplemente debía encontrar al hombre más fuerte y valiente, llevarlo ante su presencia y obligarlo a saltar del gran risco que frenaba al ancho mar. Digo simplemente porque era tal mi ambición por llevar adelante cualquiera de sus exigencias que me creía capaz hasta de levantar el mundo sobre mi cabeza y entregárselo sólo para ella.
Sin armas que me ayudaran en mi propósito salí en busca del hombre fuerte y valiente, ¿podría con él?, ¿cómo me daría cuenta?, ¿dónde lo encontraría? Tenía tantas preguntas como caminos por recorrer. Pero sabía que no era el tiempo de las palabras sino el de la acción.
Ni las lluvias, ni los calores, ni la invitación de las más hermosas mujeres a que me quede con ellas disminuían mi marcha. Espesas selvas, densas estepas e interminables desiertos nada aportaban a mi causa. Busqué sobre cada árbol, dentro de cada cueva, debajo de cada piedra, hasta en la profundidad de cada lago, cada mar y cada río pero sin demasiada suerte de mi lado. Mi desesperación se agigantaba con cada paso que daba infructuosamente, mis pensamientos no podían concebir tremendo fracaso, lo hacía por Lourdes ¿entienden? no podía intentar siquiera bajar los brazos. No estaba bajo ningún concepto dentro de ninguna de mis posibilidades.
Tantos kilómetros caminados, tantas noches en vela al acecho de cualquier indicio pero no podía dar con su rastro y ya sentía agotar mis posibilidades de lograr el éxito tan soñado. Volví sobre los pasos andados por si acaso hubiera dejado algún rincón sin explorar pero tampoco lo encontraba, hasta que ya muy cerca de mi amada pude ver el rostro de quien sería el dueño de mi destino. Ocurrió cuando paré en uno de mis tantos descansos en busca de un poco de agua que aliviara la sed de mi boca y de mi corazón defraudado. El reflejo de mi rostro en la laguna me hizo dar cuenta que en todo mi recorrido del ancho mundo en ningún momento me había cruzado con hombre alguno. Intenté recordar alguna cara masculina, pero la ceguera que me producía mi desbordado amor no me había dejado darme cuenta antes de que yo era el último hombre sobre la tierra. Por lo tanto también era el más fuerte y el más valiente ya que no cabían comparaciones con otros de mi especie. ¡Oh cruel y fatal destino! en qué encrucijada me encontraba.
Lentamente regresé al lado de mi amor imposible y entendió que había entendido. Todos los hombres habían perecido en busca de su esquivo amor. No había demasiado por decir en aquel momento, no valía ningún tipo de perdón si quería que me amara y así lo comprendí. Besé su mano por primera y última vez y me refugié al pie del acantilado a escribir estas palabras que me ayuden a sobrellevar el final de mi camino. Pero por cierto no piensen que me voy solo, porque sé que dentro de unos segundos, cuando mi cuerpo flote inerte adentrándose en la oscuridad del mar, cuando mi último suspiro vuelva a susurrar por vez póstuma su nombre, cuando ya sea tarde para dar la vuelta atrás, por fin podré decir que logré tallar un corazón en el pecho de piedra de mi amada hechicera Lourdes. Y ella, como yo siempre lo había soñado, llorará por fin invocando mi nombre.

30/5/07

DIAS NUBLADOS

Entré despacito al cuarto y me cercioré de que estuvieras durmiendo, te acomodé el cabello detrás de una de tus orejas y te tapé casi hasta el cuello.

Lentamente busqué en la oscuridad mi mochila y empecé a meter dentro lo que me pertenecía; noté que era poca la ropa y demasiados los recuerdos. Agarré un par de libros, te robé cigarrillos y también el último beso. Me senté a contemplarte y a convencerme de que lo que hacía estaba bien, no encontraba otro remedio ¿sabés? , la decepción era demasiado grande y casi no tenía consuelo.

No sé cuanto tiempo pasé admirándote, estabas hecha un cielo, tus suaves manos blancas semejaban las nubes que cada tarde contemplábamos en algún parque; el fuego de tus mejillas me recordaba el fulgor rosáceo del horizonte cuando se comienza a despedir el sol. Cada uno de tus cabellos era un rayo de luna y sentía como la brisa de tu respiración me llenaba con tu aire.

Me dio un poco de frío y miré hacia la ventana, levanté la vista un poco y noté que se acercaba una tormenta, cerré cuidadosamente la persiana y no sé por qué me acosté vestido a tu lado, tratando de no despertarte, tratando de no pensar más. Pero no podía.

Recordaba cuando nos conocimos, aquella noche llovía pero no hacía tanto frío, bajamos en la misma parada del 35 y con un poco de vergüenza me pediste si te podía acompañar hasta cruzar las vías, te dije que si, que iba para el mismo lado (aunque era mentira). Poco a poco empezamos a conocernos, nos cruzábamos seguido y charlábamos un rato, yo te preguntaba por tus cosas y vos me preguntabas por las mías y sin darnos cuenta poco a poco fue madurando el mutuo amor.

Recordaba también el día que te pedía que vinieras a vivir conmigo, con un abrazo y lágrimas empapando mis mejillas me dijiste que si y enlazadas nuestras almas en el medio de una plaza le dábamos envidia al universo con nuestra perfecta unión. Ya éramos uno los dos.

Tuvimos que correr hasta una galería culpa de un imprevisto chaparrón y yo esperaba que se formara el arco iris a tus pies ya que eras mi más apreciado tesoro. Se formó un poco más lejos pero poco me importó.

No quería recordar de más, me levanté de tu lado y fui hasta la cocina a tomar un poco de agua, miré la hora y era temprano, todavía quedaban un par de horas para que sonara tu despertador, me senté en la mesada y una y otra vez hamacaba mis piernas en el aire al compás del reloj.

Fumé hasta la mitad uno de tus cigarrillos y otra vez me serví un poco de agua y con el vaso en la mano caminé hasta tu escritorio por última vez. Había sobre él una vieja agenda, una lapicera importada, un cenicero que nos llevamos de algún bar y algunos papeles que no importaba demasiado cuidar, tal era el desorden que los imperaba. Y cerca de las esquinas estaban tus fotos preferidas; no eran muchas pero no necesitabas más.

Bebí otro sorbo de agua y me senté a contemplarlas, creo que inconscientemente ya me estaba despidiendo. Crucé las piernas, tomé uno de los portarretratos y no pude evitar una sonrisa, yo...totalmente embarrado de pies a cabeza luego de un partido de fútbol besaba tu mano de rodillas antes que partieras a tu oficina. A pesar que te ibas y que habíamos perdido dos a cero me gustaba esa foto. Me gustaba todo lo que tuviera que ver con vos.

No quise mirar las demás, preferí dejarme absorber por mis pensamientos. Fuiste todo para mí, el mundo giraba alrededor tuyo y yo no era nada sin vos, cada episodio, cada momento de mi vida llevaba tu nombre, en tus ojos veía el reflejo de mi corazón, en tu mirada sentía mis latidos y en mis suspiros sonaba tu vos.

Sentado casi en penumbras trataba de aguantar la tristeza lo mejor que podía, apretaba mis puños y cerraba con fuerza los ojos tratando de despertar de lo que a este punto ya creía una pesadilla.

Si al menos hubieras hablado antes conmigo. Pero no, te dejaste llevar por el miedo y la desesperación, pensaste más en vos y lo que fueran a decir tus padres que lo que pudiera llegar a sentir yo. Y no me iba a quedar de brazos cruzados, no podía, aquel bebé que abortaste también era mío.

Me enteré por una de tus amigas que no pudo soportar tanto peso en un secreto tan chiquito (¿cuánto tendría? ¿ocho, nueve semanas?).

Cuando lo supe primero no supe qué hacer, di vueltas como un loco por calles que ni recuerdo, tenía miedo de verte porque no estaba seguro de mi reacción, tenía miedo por los dos. Lloraba como a quien le matan un hijo, la gente que me cruzaba me miraba pero nadie se animó a decirme nada, todos caminaban curiosos pero ninguno parecía llevar puesto el corazón, pero así es la ciudad.. Me sentía demasiado solo, demasiado defraudado, necesitaba actuar urgente y echar un poco de agua helada a la ira que me dominaba. Fue entonces cuando decidí volver a casa y juntar mis cosas.

Ahí seguía sentado con mi cabeza cada vez más revolucionada por los nervios cuando miré la hora y dejé mi pereza poniéndome resueltamente de pie, la bronca comenzaba a reprocharme mi poca acción.

Dejé el vaso que tenía todavía en la mano y entré al cuarto nuevamente, mi alma no podía aceptar que aquella imagen tuya durmiendo tan apaciblemente fuera la última. Temblando y mordiéndome los labios para no volver a llorar agarré mi mochila y sin dejar que mi mirada vuelva atrás me encaminé hacia la puerta. Tardé una eternidad intentando meter la llave tanto era lo que temblaba y mi vista se empezó a enturbiar sabiendo que ya no te iba a ver más.

Súbitamente tiré endemoniado mis cosas a un costado de la puerta y corrí a abrazarte. Con la luz todavía apagada entré nuevamente al cuarto donde se había formado el fruto de nuestro amor, y sin perder el tiempo en pensamientos más benévolos tomé una almohada y la abracé a tu cara hasta hacerte perder la respiración.

No te di tiempo a nada y un despertador sonando en vano en el piso me anunciaba la hora de tu defunción.

Parecías dormida y seguía agitada mi respiración, ¿qué iba a hacer sin vos?, llegué a la puerta del departamento y no tuve fuerzas para irme. Volví sobre mis pasos y me cercioré que también las persianas del living estuvieran cerradas; agarré la mitad de un cigarrillo que había en la cocina y lo terminé.

De a poco recuperaba la paz porque ya tenía la respuesta a mi soledad, no podía dejarte sabés? ¿Cómo haría para no extrañarte? Bostecé cansado y un débil trueno se escuchó, abrí todas las llaves de gas y sin darles fuego me fui a acostar a tu lado a morir con vos. El arrullo de la lluvia pronto hizo que me durmiera y los peritos afirman que morí minutos antes de que saliera el sol. Ya había pasado para todos el chaparrón.

UN CUENTO CRUEL

El pequeño Jeremías acaba de cumplir 7 añitos, y éste, como todos los otros, tampoco lo festejó. Es un niño muy pobre, desayuna frío y pereza, almuerza sueños y dolor y a veces cena miedo con lágrimas hasta quedarse dormido. ¿Dónde?, donde lo encuentre la noche, donde lo abrigue el cansancio debajo de algún cartón.

Por las mañanas lava los vidrios de autos y camionetas. Los mayores le dan este horario porque es cuando hace más frío. Encima saca poco y nada, “¿andan todos apurados hoy?”, piensa cuando pasa horas sin agarrar un mísero centavo.

A eso de las dos de la tarde, después que todos almorzaron menos él, se pega una vueltita por bares y pizzerías en busca de ese bocado que engañe al estómago. A veces lo consigue y otras veces no. Por las tardes se para en la terminal a abrir las puertas de los taxis, “algún día voy a cargar los bolsos en el cole, ya van a ver cuando crezca” se ilusiona el pequeño Jeremías.

A la nochecita se queda en la iglesia un rato; no sabe rezar pero está calentito. Al salir de allí repite el camino de los barcitos y se va a buscar un lugar para acostarse e imaginar las estrellas que culpa de las luces de la ciudad nunca pudo conocer.

Así de monótonos y tristes pasan los días del pobre niño. Pero hubo uno distinto a todos los demás. Fue el día que supo que estaba el circo. Se enteró por unos carteles que formaban una fila interminable en un paredón.

Hasta quien no sabe leer podía darse cuenta que era la promoción de un circo. Payasos, enanos, monos, acróbatas y un montón de delicias más desfilaban dibujadas en sus narices. Estaba fascinado de la emoción y como fuera tenía que cumplir aunque sea ese único deseo.

“¿Estará hace mucho?” se preguntaba. Averiguó con uno que pasaba cuándo había función y éste le contestó “mañana a la noche” con una sonrisa un tanto burlona que no entendió.

Tenía casi todo un día para juntar la plata necesaria para la entrada. Se propuso dormir temprano esa noche para poder madrugar y tener más tiempo. Lo poco que se mantuvieron cerrados sus ojitos los ocupó soñando. Se vio ayudante del mago, también lo llamaban para arrojarle cuchillos, lo mojó con una flor un payaso y hasta domó los leones bajo el asombro y aplauso de la multitud. Esa noche fue feliz.

Se levantó temprano y sobresaltado, como quien va a llegar tarde a algún lado, pero se tranquilizó cuando notó que todavía algunas luces seguían prendidas en la calle. Salió a ganarse las monedas sin pensar en las quejas que su estómago le profería. Le preguntaba a todo el mundo si no tenía algo para hacer. Pasaron casi dos horas hasta que un quiosquero lo puso a armar los diarios con sus suplementos. Al principio se entretuvo bastante mirando a Mafalda y las fotos de los partidos pero al cabo de un rato por fin terminó. Agarró el peso que le ofrecieron y partió.

Otra vez abrió puertas, hasta quiso llevar bolsos ante la sonrisa socarrona del taxista que lo miraba ponerse colorado ante el esfuerzo. Barrió veredas, ayudó a vender flores en una esquina, se subió al colectivo de la línea 17 al grito de ¡maní con chocolate un pesooo!¡cuatro cajitas por un pesooo!

Sacaba poco pero todo sumaba, estaba exhausto pero valía la pena. Se acercaba la hora del circo y con esto aumentaba la ansiedad, la alegría del pequeño.

Hallaba ganas donde no tenía buscando la changuita salvadora. Le faltaba poco dinero para cumplir el sueño y otra vez, como buen niño que era, fantaseaba subiéndose al elefante, recibiendo un beso de la bailarina o saltando en la red con los monos. ¡Qué bueno que va a estar! se decía en voz alta. Antes que terminara de caer la tarde limpió las mesas de una confitería y metió las sillas que estaban afuera. Y por último ayudó al encargado de un edificio a sacar la basura de veintisiete departamentos.

Jeremías no daba más pero era tal la algarabía de haber juntado toda esa plata que aunque quisiera no se hubiera podido tirar un ratito a descansar.

El niño además se sentía orgulloso de no haberle pedido ni una moneda a nadie; se la había ganado y ahora venía la recompensa¡Por fin iba a conocer el circo!

Con más de una hora de anticipación (no vaya a ser cosa que se acabaran las entradas) emprendió el más glorioso y feliz de los caminos. Planificaba mientras tanto que apenas tuviera su ticket de acceso gastaría en un gigante copo de algodón; y una vez adentro se tomaría una gaseosa acompañando al paquetito de garrpiñadas.

Era su noche y pensaba disfrutarla.

Hasta se compró un chupetín para el camino y después del kiosco no se detuvo más. Faltaban pocas cuadras y empezó a acelerar el paso. Estaba impaciente por llegar.

“Ojalá esté adelante”, “¿me dejarán tocar los tigres?”, “¿Cuánto durará?”, “el elefante debe ser re grande” iba pensando. “Acá a la vuelta tiene que ser” se dijo y en la esquina dobló.

¡Qué grandes se abrieron los ojitos del pequeño Jeremías al ver en el piso la sombra de la gran carpa! Sombra o mancha qué más da, sólo quedaba dibujado en el pasto seco del descampado el recuerdo imborrable de un circo que se había ido y que la noche anterior le regaló el mejor de sus días y a la siguiente se lo quitó.

El niño quedó llorando en el cordón bajo la luz de una farola que claramente dejaba ver cómo rodaban brillantes, precisas, coordinadas, cual equilibristas circenses, una a una las lágrimas sobre el palito de un chupetín de limón.

29/5/07

LA MANO

Ya estaba llegando casi a la esquina cuando casi muero del susto al escuchar un tremendo estampido. Creo que fue un disparo. Reinaba tal silencio mientras caminaba a descansar y había tanta soledad en el barrio que el ruido y el miedo se duplicaron.
Instintivamente me agaché con los ojos cerrados y quedé casi en cuclillas. Un denso olor a pólvora envolvía el ambiente y un último hilo de humo se elevaba en la noche hasta convertirse en nada.
Todavía aturdido y con los oídos zumbando elevé mi vista buscando alguien alrededor. Cuando mi cabeza giró hacia la izquierda alcancé a distinguir cerca de la pared de una escuela, ahí nomás, cerquita mío, una sombra apenas perceptible de alguien que por los gestos parecía herido. No pareció percatarse de mi presencia o quizás él también vio una sombra en mí; no lo sé.
Tampoco sé por qué no me salía una palabra y no podía reaccionar al ver como de a poco se iba muriendo. Estaba de rodillas, ya contra la pared de la escuela, estirando al aire una mano como tratando de aferrarse a lo poco que le quedaba de dolor. Sentía el pecho cerrado por la angustia, lo acompañaba en su sufrimiento pero sólo lo podía ver, apenas podía moverme del miedo y casi no tenía reacción.
Ví como la sombra lentamente, ya casi con todo el cuerpo agonizante sobre el suelo, extendía su brazo hacia mí como suplicando piedad, apenas podía arrastrarse en un último esfuerzo por esquivar la muerte. Pocos centímetros nos separaban.
Ya sin aliento, extendí mi mano como pude tratando de alcanzar la suya, sólo un poquito más… ya estaba. ¡Pero de repente, con mi último segundo de lucidez, al lograr el contacto del que suponía un desconocido, me di cuenta que estaba tocando la pared, tocando las puertas de la muerte, tocando mi propia sombra!

UNA LUCHA SINGULAR

El portero decía que al joven del 5º “A” últimamente lo había visto un poco apesadumbrado, más silencioso que de costumbre y a veces un poco desaliñado, que él podía notar fácilmente cuando alguien de “su” edificio estaba triste o preocupado, o bien a l revés, felíz y desinteresado de problemas.
Decía que su experiencia con la vida le había enseñado a conocer a las personas sin conocerlas y apoyado en su escoba con la cabeza erguida, al decir esto hacía una pequeña pausa digna de un gran conferencista y esperando que su interlocutor preguntara perplejo qué quería decir con eso. Pero generalmente nunca sucedía esto. Entonces tomaba aire y decía que que su trabajo era muy bueno porque estaba constantemente en contacto con la gente, pero lástima que pocos valoraban su labor a tal punto que no se molestaban en aprender siquiera el nombre de su oficio, la mayoría le decía “portero” y no “encargado” como debería porque portero es otra cosa, son los botoncitos para llamar a los departamentos y bla, bla, bla.
Decía que seguramente al joven del 5º “A” le pasaba algo, tendría problemas y como la juventud va de la mano con la inexperiencia no había encontrado la solución, decía que al joven lo conocía bien aunque no era de mucho hablar y que su forma esa de ser le había jugado en contra, porque al no hablar de sus cosas con nadie en la cabeza se le iba formando un ovillo desarmado de dudas, preguntas y tristezas al que nunca le había encontrado la punta y entonces no aguantó, explotó y pasó lo que pasó.
Para el portero era lógico que el pobre joven se hubiera suicidado; en la desesperación y con la cabeza revolucionada no costaba nada subirse a la terraza y tirarse como águila en picada. Era una lástima pero bueno, ya no podían hacer nada pero ojalá que Dios lo entienda y lo perdone.
Me desinteresé del portero lo más sutilmente que pude y entré en el edificio con un no sè qué de contento, al ingresar al ascensor recuerdo que me miré en el espejo y parte de mi quiso sonreir y la otra parte me martillaba la cabeza como diciéndome “no podés ser tan hijo de puta”; lo que no recuerdo es qué terminé haciendo al final, habré sonreído?
Me detuve en el cuarto piso y saqué del bolsillo derecho de mi pantalón la llave del departamento “C” y entré; puse música casi funcional y después de aflojarme los cordones de mis zapatos me arrellané en el sillón y quedé mirando el techo. Medité si iría al velorio de mi vecino de arriba y decidí que no, los suicidas no merecen el pésame de nadie pensé. No pude evitar una carcajada con la ocurrencia.
Me asomé a la ventana del living y prendí un cigarrillo, la tarde estaba espléndida, hacía calor y corría una pequeña brisa que me traía a la memoria caricias de alguien, cerraba los ojos unos instantes y perdido en un rincón de una gran ciudad de cemento me entregaba a la fantasía y me dejaba acariciar. Un bocinazo de un colectivo de la línea 14 me metió de un cachetazo otra vez a la realidad. Miré entonces hacia el quinto piso y busqué el departamento de mi finado vecino. Las ventanas estaban cerradas y las persianas entreabiertas apenas me dejaban ver las cortinas que se extendían a lo ancho de ellas impasibles, esperando que alguien las venga a buscar.
Me acordaba de las palabras del portero mientras con la mirada pegaba un salto hasta la terraza y desde ahí calculaba la distancia hasta el suelo, eran unos catorce pisos y yo sé que desde arriba se ve lejos la vereda, desde esa altura pareciera que si tirás algo para abajo va a caer en el medio de la calle.
A mi cabeza vinieron otra vez (era la segunda) las imágenes de la noche anterior. Entré a mi departamento cerca de las dos de la madrugada y sin prender la luz me había quedado tomando aire en esta misma ventana; miré el cielo que en realidad no se ve en las ciudades y noté una silueta sentada en el borde de la terraza, que es un paredoncito de un metro, poco más, poco menos y un ancho de algo más de cuarenta centímetros. No sé que me pasó en ese momento pero sentía que se podía caer, era una especie de miedo, angustia, mezclado esto con una ansiedad, un deseo que no podía reprimir de cómo sería verlo caer, qué ruido haría, qué movimientos desesperados, innatos, reflejos, haría una vez en el aire tratando de salvarse.
Estaba excitado sin poder sacar mi vista de la silueta que ahora hamacaba acompasadamente sus piernas desafiando al abismo. ¿Qué hacía ahí a esa hora?¿y por qué no se largaba? Miraba de la terraza al piso una y otra vez y todas las luces del edificio se veían apagadas, ¿cuánto tardaría en tocar el piso?
El sudor empapaba mis sienes y goteaba hasta mi remera, hacía calor pero lo que en verdad me hacía transpirar así era esa idea fija de saber que de un momento a otro se iba a caer. Quise estar más cerca y por la escalera comencé a subir sigilosamente y sin apuro, por dentro tenía la firmeza de que me iba a esperar para poder disfrutar mejor de la función. Cada tanto escudriñaba por alguna ventana para ver si todavía estaba y pensaba sonriente que ya lo hubiera visto pasar de largo de no encontrarlo cada vez que lo miraba.
El último tramo de la escalera lo subí casi temblando, todavía no entiendo qué hacía ahí, asomé la cabeza tras la puerta y vi su espalda, también noté que estaba fumando, después que termine el cigarrillo pensé. Pero cada pitada sentía que era una eternidad, cerraba los ojos como en trance y veía en mi cerebro cómo sería su caída; no sé cuanto tiempo pasé así porque cuando reabrí los ojos ya no fumaba, y camuflado entre los ruidos de la noche me acerqué más, y otro poquito más, y otro…y otro.
¡Qué fácil que fue empujarlo!, quedé unos segundos mirando y recuerdo que nuestras miradas en un ínfimo instante se cruzaron, no me causó gran impresión el que me viera. Ya estaba muerto.
Ahora, mirando la silueta marcada con tiza en la vereda recuerdo al portero apoyado en su escoba describiendo psicológicamente al joven del 5º “A”, entonces me doy cuenta que en mi rostro se dibuja una gozosa aunque pálida sonrisa, pero en el fondo siento como mi alma libra una lucha singular que no alcanzo a controlar; y con los ojos a punto de estallar en mil lágrimas de bronca me pregunto una y otra vez ¡en qué me estaré convirtiendo!

LOS RIESGOS DEL CONFESIONARIO

El Padre Francesco está cansado, se acerca la misa de la tarde y ya hay algunos fieles pecadores aguardando el castigo divino que expíe sus faltas hasta el próximo domingo.
Hace un buen rato ya que está confesando y en su pequeño cubículo casi se duplica el calor del verano de afuera. Digo de afuera porque la iglesia sin embargo está fresca pero dentro del confesionario…Hay que tener la virtud de un santo para sobrellevar el peso de saber todo el chusmerío del pueblo, encima con semejantes condiciones climáticas y una sotana que le hace cosquillas en la punta del zapato. ¡Eso es calor!
Con tantas adversidades sufridas y el agravante de que fueran todas a la vez, el cura comienza a sentir la modorra causada por el calor, la falta de aire, la claustrofobia reprimida por el deseo de no defraudar a Dios. Como automatizado responde a sus feligreses, que uno a uno y otro tras otro esperan pacientemente su turno de arrodillarse para lograr sus pasajes al cielo.
En el ir y venir de la gente todo es normal, no hay un solo indicio de que ese domingo cualquiera pueda convertirse en uno distinto. Lo único diferente es que hoy fue el arrepentido Jalid, quien con paciencia se acomoda sin hacer la señal de la cruz y le dice al párroco:
- En un rato, cuando empiece la misa van a venir a volar la iglesia, tiene que hacer algo. No podría vivir con mi conciencia sabiendo lo que va a suceder y no tratar de evitarlo. Cuando me vaya comience a sacar a todos, no falta mucho para que lleguen.
Jalid se levanta con la satisfacción y plenitud del alma de quien ha redimido su espíritu, de quien se vuelve a amigar consigo mismo. Era mucho peso para no compartirlo, al fin de cuentas no era tan duro como creyó aquella vez que se comprometió a participar de la causa. Por eso no aguantó y abrió la boca. Ahora no dependía de él.
El padre Francesco continúa inmóvil con la cabeza levemente inclinada sobre uno de sus costados, hasta que el chistido de uno de los monaguillos y su suave toque en el hombro lo despiertan sobresaltado y con la frente llena de sudor.
- En cinco minutos debe empezar la misa Padre, ¿ se siente usted bien? dice el muchachito ante su extremada palidez.
El sacerdote seca las gotas que lo bañan con un pañuelo religiosamente arrugado. Sale del confesionario y apoyando su mano sobre el hombro del joven comienza a caminar hacia la sacristía.
- Sabes hijo, dice el cura, que con el calor y poco aire me quedé dormido confesando. Fue sólo un momento pero tuve una pesadilla, como premonitoria de lo real que me pareció. Venía un loco al templo a decirme que iban a venir a explotarlo, que lo iban a volar durante la misa pero yo no le hacía caso ¿entiendes? Justo en ese instante me despertaste y me asusté reaccionando tan brusco que casi doy en el suelo con mi taburete. Estaba soñando y por eso me sobresalté. ¡Imagínate hijo que venían a destruirme la iglesia! ¡Cómo para no despertar asustado!
- Ja, no se preocupe Padre que ya me acostumbré a sus sueños raros y posteriores despertares.
Salen ceremoniosamente rumbo al altar con la alegría interna de ver que todo está repleto, no entra casi nadie más, desborda de fieles el templo. Hasta los traicionados amigos de Jalid entran bromeando que con tanta gente esta iglesia está que explota.

ALGO EN MI CAMINO

Siento un leve calambre en las manos y las plantas de mis pies hace rato que no saben lo que tocan. Mi mejilla derecha se enfría como embarrada y por mis narices percibo un hedor nauseabundo que creo me va a hacer doler la cabeza.
Ya casi no queda sol y veo muy poco. Con mi cuerpo completamente inmóvil trato de prestar atención pero no escucho nada. Tengo que hacer algo y no se me ocurre qué, me quedan pocas fuerzas y por momentos siento que voy a caerme; encima este olor me está mareando.
Hace un poco de frío, no mucho pero igual no me gusta porque no quiero que siga refrescando, pego un grito y escucho. Nadie contesta.
Por momentos me río pero puede ser peligroso, así que como puedo me reprimo interiormente tratando de evitar otra futura carcajada, pero mi situación me da gracia y me cuesta. Me concentro con los ojos cerrados para no volver a tentarme y otra vez, creo que con más fuerza que antes, vuelvo a gritar.
Me pareció escuchar algo pero no estoy seguro. Pudo haber sido el viento, algún animal que anda cerca, pero también podría ser alguno de mis amigos que perdí hace un rato así que repito el pedido de auxilio. Pero esta vez en medio del alarido se me aflauta la voz y otra vez me río ante mi sorpresivo chillido de mujer. El estómago se me contrae y me duele por la risa contenida y una lágrima rueda desde mi ojo izquierdo haciéndome cosquillas en la mejilla. Me pica y ahora centro la atención en esa nueva molestia; en condiciones normales llevaría mi mano al rostro y me rascaría pero sigo completamente inmóvil.
Hago distintas muecas con la cara, muevo la naríz en distintas direcciones ( esto sí puedo hacerlo ) y trato de alcanzar mi lágrima risueña con la punta de la lengua aunque en un principio no lo logro. Pero gracias al movimiento conjunto de mis músculos faciales logro que por fín no me pique más.
Me empezó a doler el cuello y los brazos del cansancio, ¿qué hago? ¿será posible que nadie me escuche? ¿que nadie me vea?
Ya hace un buen rato que estoy así, y a pesar de todos mis problemas siempre vuelve a mi mente la imagen que otra vez va a causarme risa; yo tropezando con una rama para quedar aquí colgado, ya con la última fuerza de mis dedos, en este
putrefacto pozo.